El histórico dirigente de la CGT de los Argentinos Raimundo Ongaro en la actualidad tiene muy poca exposición pública. Aquí reproducimos un texto de 1984 donde habla en primera persona.
La causa de un exilio es importante y lo es sobre todo en mi caso. Estuve catorce veces preso en la Argentina, fui secuestrado en una ocasión, mi hogar fue allanado muchas veces. Mi mujer perdió alguno de los hijos por intromisiones en mi casa, a altas horas de la madrugada, de hombres que transportados en automóviles aparecían en esta localidad de Los Polvorines, haciendo uso de armas, vestidos de civil. A tanto llegó que cada vez que oíamos un automóvil era un terror, en una población alejada 34 kilómetros de Buenos Aires.
Esos hechos y los arrestos a disposición del Poder Ejecutivo Nacional, la supresión de la posibilidad de imprimir hojas y diarios, la pérdida de la libertad habían generado en mí una convicción y una voluntad de no alejarme jamás y por ningún motivo de la Argentina. Había tomado una decisión muy seria de no abandonar el país, sean cuales fueran las circunstancias en que me encontrara. Recuerdo que en esto coincidíamos con otro sindicalista, hoy fallecido, Agustín Tosco, cuando nos encontramos juntos en la cárcel de Caseros, después de un período de nueve meses de arresto en el mismo lugar.
En esos diálogos con Tosco habíamos llegado a la conclusión de que si era necesario moriríamos presos en la cárcel pero siempre en la Argentina. Si eso servía como un milímetro de bandera para la lucha por la libertad en el presente o en el porvenir, nosotros lo ofrecíamos por la causa de una sociedad más justa, de estructuras modernizadas, de participación de los trabajadores, de un hombre nuevo.
¿Por qué se deshace en mí esa voluntad de no abandonar ni muerto la Argentina? No fueron las sucesivas cárceles, ni los allanamientos, ni las persecuciones, ni el sufrir simulacros de fusilamientos en los cañaverales de Tucumán a altas horas de la madrugada, ni los interrogatorios de los servicios de inteligencia de las distintas fuerzas armadas, ni las amenazas de la picana eléctrica. No fueron, repito, esos hechos que le pueden suceder a un militante político en esta época, como en cualquiera otra, de este país o de cualquier otro.
Fue el 7 de mayo de 1975, mientras me encontraba una vez más a disposición del Poder Ejecutivo Nacional. Que sería el último de mis arrestos. Entonces se iba a producir un hecho muy desgraciado para mi familia, aunque yo no lo iba a conocer ese día. El 8 de mayo, la jornada siguiente, incomunicado en un calabozo de Villa Devoto, solo y aislado en una celda de un metro con cuarenta por dos con treinta, en un camastro, estaba escuchando el informativo de Radio Colonia, en la voz del periodista Ariel Delgado. Faltaban cinco minutos para las 14, hora en que terminaba y me disponía a apagar la radio pensando -“bueno, esto es lo de todos los días”-, cuando escuché que mi hijo, Alfredo Máximo, había sido asesinado a balazos y su cuerpo encontrado en un lugar del Gran Buenos Aires.
Allí replanteé rápidamente, fueron unos segundos, mi decisión de quedarme en una cárcel, de no salir del país con mi familia. Aquel día comprendí que estar en la cárcel no servía para nada, si uno no podía utilizar la palabra, la comunicación con la gente, estar presente en una huelga, en una manifestación, en una asamblea, en un plenario o junto a los compañeros o los hermanos que estaban en una olla popular. Es otro mito, me dije, eso de creer que estar en la cárcel sirve para algo, porque yo no puedo defender a mi hijo; porque si hubiera estado en libertad, me hubieran matado a mí, y no a él.
Después de este hecho, las radios y los diarios anunciaron inmediatamente que mi hijo mayor, Raimundo, había sido esposado en el centro de Buenos Aires y gracias a la ayuda de un centenar de transeúntes pudo escapar de la policía lopezreguista y recibió la protección de una congregación religiosa que lo albergó hasta que pudo salir del país.
Veinticuatro horas después, al más joven de mis hijos, Miguel Ángel, lo vienen a buscar a esta casa de Los Polvorines y a la de su novia y no lo hallan. Conozco después –por medio de las visitas que llegan a la cárcel de parte de personas que trasmiten su solidaridad por estos hechos vandálicos- que el sector dominado por el Ministro de Bienestar Social, José López Rega, había dictado una orden de exterminio contra mi familia. Durante una reunión de esa logia criminal se había llegado a la conclusión que era mejor matar a la familia del sindicalista Raimundo Ongaro que asesinarlo a él mismo.
Este es un método nazi que se dirige a afectar en primer lugar a la familia. Porque enseguida surge el razonamiento -“si no hubiera estado en política, es esas actividades sindicales, tal vez nuestro hijo estaría vivo, los otros no estarían amenazados y no tendríamos esta persecución. Contaríamos con la seguridad que todos los días, el hijo y el padre y el hermano y la novia y la madre y la abuela volverían a casa por la noche”-.
Ese sistema golpea primero a la familia, pero después sobre el núcleo de trabajadores, de militantes políticos de activistas sindicales, en un partido, en una asociación cultural. En estos medios, genera la siguiente reflexión: -“si lo mataron al hijo de aquel dirigente, ¿qué no nos pasará a nosotros, a quienes nadie conoce, la prensa jamás puso una foto, los diarios nunca dijeron que vivimos en tal lado e hicimos tal cosa o la otra?-”. Por lo tanto, el método busca desmoralizar en parte a un conjunto de la militancia y de los seguidores que han participado en una actividad reivindicativa o de emancipación social de los trabajadores y de un pueblo.
Fue en ese momento que comprendía que no servía de nada estar en una cárcel, atado de pies y manos, viviendo el peor de los exilios. Por tanto, decidí pedir la opción constitucional para salir del país.
La entonces presidenta María Estela Martínez de Perón no la firmó, siendo su deber hacerlo. No solo no lo hizo, sino que lo ignoró totalmente y tuve que recurrir a través de mis abogados al Poder Judicial, hasta que un digno juez le ordenó al Poder Ejecutivo que yo pudiera salir.
Antes de hacerlo, el director de la cárcel tuvo que tomar muchas precauciones. Setenta y dos horas antes de que me pusieran en un avión rumbo a la capital del Perú, durante la noche apareció en el penal de Villa Devoto una caravana de automóviles, supuestamente pertenecientes a la Policía Federal, reclamando por mí para llevarme a Ezeiza, en nombre de una comisaría determinada. El director de la cárcel, por sentido humano ante lo que había sucedido con mi familia, tuvo la sospecha que pudieran no ser de la Policía Federal y sí parapoliciales o paramilitares. Llamó a esa comisaría y le dijeron que de ahí no había salido ningún auto, por lo que no dejó que me sacaran. Esa noche, no me caben dudas, me hubieran matado también a mí. Tras ese hecho, entonces sí llegó la Policía Federal, me pusieron en un avión y fui deportado.
El testimonio completo de Ongaro, aquí.
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