El Capitán de Fragata Luis Emilio Sosa dio su “palabra de honor” de que regresarían al penal de Rawson. Los 19 presos políticos, miembros de organizaciones armadas que habían fracasado en el intento de fuga, confiaron en el marino y entregaron sus armas. Lo que esos militantes no conocían es el poco valor que tiene la palabra de los represores. Esa misma noche fueron llevados hacia la base Almirante Zar y a la semana fueron todos fusilados, solo tres sobrevivieron a la masacre. Esa que el 22 de agosto de 1972 pasó a la historia como “La masacre de Trelew”. Pasaron ya 35 años y recién ahora, con la apertura del juicio, Sosa fue detenido.
Impasible con sus 73 años a cuestas, a Sosa le llegó el turno de dar su versión de los hechos a la justicia: declaró durante siete horas y en su relato, sobre lo que pasó en la madrugada del 16 de agosto cuando los guerrilleros fueron detenidos en el aeropuerto de Trelew, descargó toda la responsabilidad en el capitán de navío (R) Rubén Norberto Paccagnini, jefe de la base Zar en esa época.
Explicó que Paccagnini le transmitió la orden del presidente Lanusse de llevarlos a la base y fue quien le ordenó meterlos en calabozos y que quedaran incomunicados. Su responsabilidad era sólo inspeccionar.
De lo que sucedió el día de la masacre en los calabozos, Sosa detalló que como el capitán Roberto Bravo le comentó que no los podía manejar, los había sacado al pasillo formados en dos filas. Luego caminó entre ellos un par de veces. En la tercera recibió un golpe de karate que lo tiró al piso. Cuando levantó la vista el resto de los guardias ya había comenzado a disparar, es decir él no había dado la orden. Quienes dispararon fueron el teniente Emilio Del Real, el capitán Bravo y el cabo primero Carlos Marandino. Sosa no se apartó de la versión oficial que dio en su momento la dictadura de Lanusse, pero buscó quedar parado lo mejor posible en la causa y descargar las culpas en los otros marinos.
Ante esta declaración, el abogado Fabián Gabalachis, defensor de Paccagnini y Del Real, explicó que buscara más testimonios para demostrar la inocencia del primero. Por su parte, Jorge Del Real se negó a declarar ayer ante el juez federal Hugo Sastre. Su letrado ante el testimonio de Sosa modificó su estrategia de defensa. El juez tiene diez días hábiles para resolver si los procesa, les dicta falta de mérito o los sobresee. Los tres acusados tienen más de 70 años y podrían gozar de prisión domiciliaria, aunque ese beneficio debe pedirse y no se concede automáticamente.
En el caso del ex cabo primero Carlos Amadeo Marandino se entregó en la embajada argentina en Estados Unidos, cuando llegue al país quedará detenido y se le tomará declaración sobre su participación en la masacre. El paradero de Roberto Bravo es un misterio desde hace 30 años. Aunque es difícil creer que nadie sepa donde está, ya para cobrar su retiro un oficial debe informar a la Armada de su domicilio sino no cobra el beneficio. La protección de la institución a los oficiales que ejecutaron la Masacre de Trelew se enmarca en una conducta que no se termina en esa causa. El ejemplo más claro fue Héctor Febres en la Base Naval de Azul.
La mayoría de los autores materiales fueron ahora detenidos, pero esta masacre en las entrañas del poder de ese entonces sigue impune: “Fue un intento de fuga”, explicó Lanusse en ese momento. Así el gobierno militar se caía a pedazos ante el evidencia del fusilamiento. Esos presos estuvieron en todos los televisores del país, se habían humanizado y ya no podían ser utilizados como el demonio. Encima se habían entregado y les habían prometido que su vida iba a ser respetada. Pero los dictadores no iban a permitir que se burlen en su cara, esa fuga fue una de las más audaces de la historia política argentina.
Porque el 15 de agosto de 1972 escaparon del penal de Rawson y lograron subirse a un avión seis dirigentes de las organizaciones FAR, ERP y Montoneros, entre los que se encontraban Santucho, Vaca Narvaja y Gorriarán Merlo. Otros diecinueve presos pudieron llegar hasta el aeropuerto, pero no consiguieron abordar un avión y fueron capturados. Así serían fusilados una semana después en la base aeronaval Almirante Zar. Tres de ellos sobrevivieron, pero fueron secuestrados y desaparecidos durante la última dictadura.
Dentro de la cárcel, más de cien presos políticos que no pudieron plegarse a la fuga siguieron los acontecimientos.
Esa cárcel era considerada de máxima seguridad y esa fue una afrenta que la dictadura no iba permitir, por eso los fusilamientos fueron venganza y advertencia: nadie se iba a burlar de ellos. Fue solo el comienzo, en el 1976 el pueblo lo iba a pagar con su vida y su sangre.
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