Por Norberto Galasso*
Allá por los años sesenta, mi generación aprendió que si en los países coloniales la opresión se ejerce a través de la fuerza bélica, en cambio, en los países semicoloniales - cuya independencia es sólo formal- las ideas ocupan el lugar de los fusiles.
Así resulta que mientras, en los primeros, la mera presencia de un ejército de ocupación provoca el surgimiento de rebeldías nacionales, en los segundos, a través de los distintos mecanismos de difusión de la cultura, el orden dependiente queda enmascarado, de modo tal que resulta difícil desarrollar una conciencia nacional, de contenido antiimperialista.
Ello permite que el sistema se sobreviva no obstante que la mayoría de la sociedad resulta víctima de la explotación, y podría liberarse , ya fuese a través de las urnas o de la insurrección.
Por supuesto, ello sería posible si tuviese la convicción de que se halla sometida a un poder imperial, con él cual ha pactado la minoría oligárquica nativa.
Y además, por supuesto, que esa subordinación anula sus posibilidades de vida y desarrollo, es decir, si el vasallaje resultase tan a la vista como en aquellos países coloniales con presencia de ejércitos extranjeros de ocupación.
En los países semicoloniales, esa opresión externa es desconocida por amplios sectores de la sociedad, aún cuando son víctimas de la misma.
La dominación cultural les hace suponer que el orden instaurado - en lo político, económico, cultural, etc.- no obedece a una imposición sino que resulta solamente de las costumbres, idiosincracia, caracteres raciales y religiosos, influencias inmigratorias, etc. provenientes de la peculiar historia vivida.
Se trataría , desde esa mirada ingenua, de un orden natural - “tenemos los gobiernos que nos merecemos” - que ha sido dado de esa manera por propia responsabilidad del pueblo, ya sea a consecuencia de su abulia, su irresponsabilidad, su despilfarro, etc.
De tal manera, el orden semicolonial se legítima cotidianamente a través de las ideas que circulan en los periódicos, los libros, la televisión, la enseñanza en sus distintos niveles, el discurso de los políticos y los grandes intelectuales ,etc., convertidos en voceros del pensamiento de la clase dominante, capataza del Imperio.
Quizás resulte interesante hacer un recorrido por diversas áreas de esa superestructura cultural legitimadora de la dependencia, ésa a través de la cual se concreta, según Scalabrini Ortiz, “una sabia organización de la ignorancia acerca de la verdadera realidad nacional”.
En el orden filosófico, por ejemplo, se ha asistido en los últimos años a una preponderante influencia de ideas dirigidas a inculcar la resignación, el escepticismo, la impotencia. El posmodernismo educó en el sentido de que habían concluido las utopías, que las grandes gestas eran episodios de un pasado irrecuperable, que “la Historia”, en fin, había llegado a su término.
El mundo bipolar había desaparecido al desmoronarse la URSS y por tanto, también el Tercer Mundo había sido enviado al estercolero de la historia.
Sólo quedaba aplaudir al arrogante capitalismo en su etapa globalizadora y olvidarse de revoluciones, de antiimperialismos absurdos, de heroísmos y militancias trasnochadas.
A la mísera realidad sólo le cabía la respuesta ofrecida por editoriales que abrumaban las vidrieras de las librerías con material esotérico, por sectas religiosas capaces de exorcizar al diablo cuando en América Latina el único demonio es el imperialismo, por periodistas especializados en “experiencias celestes” y literatos peleados con la realidad, sólo capaces de navegar por recónditas honduras psicológicas. En definitiva, bajo distintas formas, resignarse a la esclavitud.
Este tipo de antídoto contra toda clase de rebeldías se acompañaba con un pesado velo sobre la realidad, ocultándola, a veces, o deformándola, en otros casos. Los efectos desgraciados de la dependencia no podían ocultarse, pero las causas quedaban sabiamente escondidas.
Esta dominación cultural opera, asimismo, en el campo de la Historia. Si enseñamos- en los colegios, en “los medios”, en los letreros de las calles y plazas, etc.- una historia donde los héroes son los amigos y socios del capital extranjero, gracias a cuya ayuda se han producido las épocas de esplendor y progreso, mientras que los gobiernos de los movimientos populares sólo han provocado catástrofes y decadencia, le estamos dando al opresor la mejor herramienta para que continúe esquilmándonos.
Jauretche enseñaba a este respecto que si lo autóctono es “barbarie y atraso”, y lo extranjero es “civilización y progreso”, “civilizar” se convierte en sinónimo de “extranjerizar”, de “desnacionalizar”, de borrar todo lo nuestro –costumbres, paisajes, músicas, y hasta personas- lo cual significa que para progresar debemos dejar de ser.
Del mismo modo, si los movimientos populares se caracterizan por la violencia mientras los gobiernos de las minorías son “democráticos”- para lo cual hay que esconder todos sus fusilamientos y degüellos - creamos las condiciones para que una buena parte del electorado no sólo crea en las bondades del libertinaje económico sino que vote a las “elites” inteligentes que son las custodias del orden conservador, y abomine de las experiencias populares.
Este “colonialismo mental” se reitera en las restantes áreas del conocimiento. En América Latina, por ejemplo, los ciudadanos cultos de las grandes ciudades son antirracistas y condenan –lo cual está bien- el antisemitismo y otras bárbaras discriminaciones-. Pero son estos mismos sectores sociales los que habitualmente manifiestan racismo contra sus compatriotas mestizos –bajo el calificativo despectivo de “negros”- considerándolos vagos, corruptos, ladinos, etc.
Si nuestros cuentos, poemas, leyendas, etc. – entrando al campo de la literatura- son de “segunda categoría” porque sus personajes, así como los autores, son también “de segunda”, es decir, si renegamos de nuestro propio canto y de nuestra propia fantasía, el escenario se cubre de letreros en idioma extranjero- como en nuestros cines y comercios céntricos- o en remeras con nombres exóticos que quien las usa no es capaz de traducir.
Es decir, en aquello que Manuel Ugarte denominaba - allá por 1927- , “el imperio del idioma invasor” (Es el mundo de los “delivery” y los “sale” imperando en las vidrieras actualmente).
Convertido -este escenario impuesto desde el exterior - en un paisaje natural y propio para los nativos, el capital imperialista puede llevarse la riqueza pues ya se ha llevado previamente el alma del país.
Otra vieja enseñanza (conferencia de Jauretche, 1937, teatro Politeama) explica que el planisferio que usamos, al tener óptica inglesa (Greenwich, meridiano cero, en Londres ) otorga a la Argentina un lugar abajo y a un costado, desde donde no se pueden trazar rutas de comunicación. Hoy Japón y Estados Unidos tienen planisferio propio, donde ellos se colocan en el centro del mundo.
No se trata de xenofobia ni nacionalismo delirante: simplemente son países soberanos, no sometidos a la vieja preponderancia inglesa. Quienes aún mantenemos el viejo planisferio – y nos “caemos” del mundo cuando queremos trazar rutas hacia el oeste y el sur - podemos cantar la canción a la bandera, pero seguimos siendo colonos mentalmente.
Carece de sentido abundar en aquello que forma parte de nuestra vida cotidiana: “es un gentleman”, “practica la puntualidad británica”, “hay que teñirse y si es posible, ponerse ojos celestes, porque así es la gente de primera”. Hace ya muchos años, un patriota revolucionario – John William Cook- acostumbraba a señalar que “el diccionario lo escribió la clase dominante”. Por eso, “la derecha” es diestra y en cambio, “la izquierda” es siniestra.” Pero no se puede terminar esta nota sin señalar que ese mundo ideológico se encuentra en pleno proceso de desmoronamiento. “Se ladeaba...se ladeaba...ya muy cerca del fangal...” como decía Discépolo. Y se muere irremisiblemente.
Las movilizaciones populares del 19 y 20 de diciembre del 2001 pusieron al desnudo que son muchos los argentinos que están de vuelta de estas fábulas.
Hay un mundo de ideas falsas, de instituciones mentirosas, de retóricas tramposas, de mitos y “zonceras” que forman parte de un pasado que está quedando definitivamente atrás.
Tengamos la certeza de que en los próximos años, los viejos mitos ya no existirán y el pueblo argentino podrá transitar victoriosamente su camino hacia una sociedad igualitaria, insertada en una América Latina unida y libre.
* Historiador.
Ello permite que el sistema se sobreviva no obstante que la mayoría de la sociedad resulta víctima de la explotación, y podría liberarse , ya fuese a través de las urnas o de la insurrección.
Por supuesto, ello sería posible si tuviese la convicción de que se halla sometida a un poder imperial, con él cual ha pactado la minoría oligárquica nativa.
Y además, por supuesto, que esa subordinación anula sus posibilidades de vida y desarrollo, es decir, si el vasallaje resultase tan a la vista como en aquellos países coloniales con presencia de ejércitos extranjeros de ocupación.
En los países semicoloniales, esa opresión externa es desconocida por amplios sectores de la sociedad, aún cuando son víctimas de la misma.
La dominación cultural les hace suponer que el orden instaurado - en lo político, económico, cultural, etc.- no obedece a una imposición sino que resulta solamente de las costumbres, idiosincracia, caracteres raciales y religiosos, influencias inmigratorias, etc. provenientes de la peculiar historia vivida.
Se trataría , desde esa mirada ingenua, de un orden natural - “tenemos los gobiernos que nos merecemos” - que ha sido dado de esa manera por propia responsabilidad del pueblo, ya sea a consecuencia de su abulia, su irresponsabilidad, su despilfarro, etc.
De tal manera, el orden semicolonial se legítima cotidianamente a través de las ideas que circulan en los periódicos, los libros, la televisión, la enseñanza en sus distintos niveles, el discurso de los políticos y los grandes intelectuales ,etc., convertidos en voceros del pensamiento de la clase dominante, capataza del Imperio.
Quizás resulte interesante hacer un recorrido por diversas áreas de esa superestructura cultural legitimadora de la dependencia, ésa a través de la cual se concreta, según Scalabrini Ortiz, “una sabia organización de la ignorancia acerca de la verdadera realidad nacional”.
En el orden filosófico, por ejemplo, se ha asistido en los últimos años a una preponderante influencia de ideas dirigidas a inculcar la resignación, el escepticismo, la impotencia. El posmodernismo educó en el sentido de que habían concluido las utopías, que las grandes gestas eran episodios de un pasado irrecuperable, que “la Historia”, en fin, había llegado a su término.
El mundo bipolar había desaparecido al desmoronarse la URSS y por tanto, también el Tercer Mundo había sido enviado al estercolero de la historia.
Sólo quedaba aplaudir al arrogante capitalismo en su etapa globalizadora y olvidarse de revoluciones, de antiimperialismos absurdos, de heroísmos y militancias trasnochadas.
A la mísera realidad sólo le cabía la respuesta ofrecida por editoriales que abrumaban las vidrieras de las librerías con material esotérico, por sectas religiosas capaces de exorcizar al diablo cuando en América Latina el único demonio es el imperialismo, por periodistas especializados en “experiencias celestes” y literatos peleados con la realidad, sólo capaces de navegar por recónditas honduras psicológicas. En definitiva, bajo distintas formas, resignarse a la esclavitud.
Este tipo de antídoto contra toda clase de rebeldías se acompañaba con un pesado velo sobre la realidad, ocultándola, a veces, o deformándola, en otros casos. Los efectos desgraciados de la dependencia no podían ocultarse, pero las causas quedaban sabiamente escondidas.
Esta dominación cultural opera, asimismo, en el campo de la Historia. Si enseñamos- en los colegios, en “los medios”, en los letreros de las calles y plazas, etc.- una historia donde los héroes son los amigos y socios del capital extranjero, gracias a cuya ayuda se han producido las épocas de esplendor y progreso, mientras que los gobiernos de los movimientos populares sólo han provocado catástrofes y decadencia, le estamos dando al opresor la mejor herramienta para que continúe esquilmándonos.
Jauretche enseñaba a este respecto que si lo autóctono es “barbarie y atraso”, y lo extranjero es “civilización y progreso”, “civilizar” se convierte en sinónimo de “extranjerizar”, de “desnacionalizar”, de borrar todo lo nuestro –costumbres, paisajes, músicas, y hasta personas- lo cual significa que para progresar debemos dejar de ser.
Del mismo modo, si los movimientos populares se caracterizan por la violencia mientras los gobiernos de las minorías son “democráticos”- para lo cual hay que esconder todos sus fusilamientos y degüellos - creamos las condiciones para que una buena parte del electorado no sólo crea en las bondades del libertinaje económico sino que vote a las “elites” inteligentes que son las custodias del orden conservador, y abomine de las experiencias populares.
Este “colonialismo mental” se reitera en las restantes áreas del conocimiento. En América Latina, por ejemplo, los ciudadanos cultos de las grandes ciudades son antirracistas y condenan –lo cual está bien- el antisemitismo y otras bárbaras discriminaciones-. Pero son estos mismos sectores sociales los que habitualmente manifiestan racismo contra sus compatriotas mestizos –bajo el calificativo despectivo de “negros”- considerándolos vagos, corruptos, ladinos, etc.
Si nuestros cuentos, poemas, leyendas, etc. – entrando al campo de la literatura- son de “segunda categoría” porque sus personajes, así como los autores, son también “de segunda”, es decir, si renegamos de nuestro propio canto y de nuestra propia fantasía, el escenario se cubre de letreros en idioma extranjero- como en nuestros cines y comercios céntricos- o en remeras con nombres exóticos que quien las usa no es capaz de traducir.
Es decir, en aquello que Manuel Ugarte denominaba - allá por 1927- , “el imperio del idioma invasor” (Es el mundo de los “delivery” y los “sale” imperando en las vidrieras actualmente).
Convertido -este escenario impuesto desde el exterior - en un paisaje natural y propio para los nativos, el capital imperialista puede llevarse la riqueza pues ya se ha llevado previamente el alma del país.
Otra vieja enseñanza (conferencia de Jauretche, 1937, teatro Politeama) explica que el planisferio que usamos, al tener óptica inglesa (Greenwich, meridiano cero, en Londres ) otorga a la Argentina un lugar abajo y a un costado, desde donde no se pueden trazar rutas de comunicación. Hoy Japón y Estados Unidos tienen planisferio propio, donde ellos se colocan en el centro del mundo.
No se trata de xenofobia ni nacionalismo delirante: simplemente son países soberanos, no sometidos a la vieja preponderancia inglesa. Quienes aún mantenemos el viejo planisferio – y nos “caemos” del mundo cuando queremos trazar rutas hacia el oeste y el sur - podemos cantar la canción a la bandera, pero seguimos siendo colonos mentalmente.
Carece de sentido abundar en aquello que forma parte de nuestra vida cotidiana: “es un gentleman”, “practica la puntualidad británica”, “hay que teñirse y si es posible, ponerse ojos celestes, porque así es la gente de primera”. Hace ya muchos años, un patriota revolucionario – John William Cook- acostumbraba a señalar que “el diccionario lo escribió la clase dominante”. Por eso, “la derecha” es diestra y en cambio, “la izquierda” es siniestra.” Pero no se puede terminar esta nota sin señalar que ese mundo ideológico se encuentra en pleno proceso de desmoronamiento. “Se ladeaba...se ladeaba...ya muy cerca del fangal...” como decía Discépolo. Y se muere irremisiblemente.
Las movilizaciones populares del 19 y 20 de diciembre del 2001 pusieron al desnudo que son muchos los argentinos que están de vuelta de estas fábulas.
Hay un mundo de ideas falsas, de instituciones mentirosas, de retóricas tramposas, de mitos y “zonceras” que forman parte de un pasado que está quedando definitivamente atrás.
Tengamos la certeza de que en los próximos años, los viejos mitos ya no existirán y el pueblo argentino podrá transitar victoriosamente su camino hacia una sociedad igualitaria, insertada en una América Latina unida y libre.
* Historiador.
No hay comentarios:
Publicar un comentario