Por Roberto Koira para Revista Un Caño
Como lo habrá soñado Lanusse, aquel que dijo que no le daba el cuero para volver. Ni que hablar de Aramburu, el fusilador, y el maquiavélico almirante Isaac Rojas. Pero solo el mexicano Tapia se dio el gusto de ver a Juan Domingo Perón arrodillado a sus pies y derrotado por completo.
Ese Tapia no era General, ni político, ni estadista, ni golpista, ni represor. Era boxeador y de los buenos, una versión de Nicolino Locche, pero de 1914. Como lo describe Ariel Scher en su libro La Patria Deportista, “Era una luz. En vez de guantes calzaba centellas y movía el cuerpo como si tuviera músculos de algodón. Invitaba a que le pegaran y cuando el golpe venía ya estaba en otra parte. Usaba una guardia alta y larga y tenía técnica de campeón, pero ni los brazos, ni las fibras, ni la potencia, ni las piernas eran su mejor atributo. Ese hombre peleaba con la inteligencia”.
Así era el rival de fuste del joven subteniente Perón, recién salido del Colegio Militar de la Nación y destinado al Regimiento 12 de Infantería de Línea de Paraná. Según su documento de identidad, para esa época Juan Domingo tenía 19 años, o 21 como afirma el libro La Historia Argentina, de Norberto Galasso (para él, Perón nació en 1893 y no en 1895).
Más allá de la polémica por su edad, se trataba de un muchacho a quien le sobraba energía para los deportes, pero carecía de experiencia en las lides mayores del boxeo. Aunque la tentación para enfrentar a Tapia eran los 1.000 pesos (ofrecidos por un empresario) para quien aguantara tres asaltos en pie. Una fortuna para la época.
“Aceptar el desafío implicaba un llamamiento al desastre. En la capital entrerriana, lugar de soles seductores y conversaciones largas, nadie podía presentarse al ring sin arriesgar que su rostro se alterara para siempre”, dice Scher conocedor de esta historia a través de sus conversaciones con Enrique Pavón Pereyra, biógrafo de Perón.
Al comenzar la pelea el novato subteniente tuvo la iniciativa de las acciones y se dio el gusto de tirar muchos golpes ante un rival que se encargaba de esquivar todo lo que le tiraban. Parecía que Perón había aprendido de golpe cómo enfrentar a un boxeador profesional, aunque conocimientos no le faltaban, ya que les enseñaba el deporte de los puños a sus subordinados en el cuartel. Pero el joven militar se empezó a dar cuenta que mientras el mexicano estaba entero, a él le comenzaban a doler las manos.
De ese modo, la pelea continuó con el mismo trámite hasta que en la mitad del tercer round Tapia le metió una trompada al mentón y llegó el nocaut. Al otro día, Perón amaneció en la enfermería y preguntó “¿Qué pasó?”. El mexicano había hecho su trabajo profesional con una precisión de cirujano.
Producto de su desenfrenada manera de tirar golpes, el joven Juan Domingo se le había saltado el metacarpo de la mano derecha, que le formó un sobrehueso para toda la vida. “Para mí que me endulzó, se dejaba pegar, hasta que me cansé de pegarle “, le confesó años más tarde Perón a Pavón Pereyra.
Pese a que no terminó en pie el tercer round, la buena actuación del subteniente hizo que el empresario le pagara los mil pesos por enfrentar a “la Luz” mexicana. Con ese dinero, Perón adquirió las plateas y un cuadrilátero para fundar el Boxing Club de Paraná, pionero para el boxeo del interior argentino.
Spruille Braden, Vernengo Lima, José Tamborini, Enrique Mosca, Ricardo Balbín, Arturo Frondizi, Rodolfo y Américo Ghioldi, Eduardo Lonardi, Pedro Aramburu, Isaac Rojas, Francisco Manrique, Desiderio Fernández Suárez, Carlos Toranzo Montero, Domingo Quaranta, Juan Carlos Onganía y Agustín Lanusse son algunos de los enemigos del peronismo que hubieran dado lo que fuera para vivir un momento de gloria como el que tuvo Tapia frente a Perón: ver besar la lona a quien luego sería el “primer trabajador” y el gran titiritero de la política argentina durante treinta años.
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